lunes, diciembre 18, 2006

Harmony Korine

“me di cuenta que mi cine era bueno cuando comencé a tenerle miedo”

Su vida tiene el hálito de sus filmes, la producción de esos ritmos no es suficiente. Hay una fuerza que golpea su propia experiencia cotidiana como si ella fuera una extensión proyectiva del espacio fílmico. Por eso Korine entra y sale de la creación, está en constante espera de la restitución del vaho de autenticidad que pueda reconectarlo con la capacidad de producir un relato. Cuando él entra en escena es porque algo de su vida ha sido expropiado en y por la experiencia fílmica. Hay un gesto nietzscheano en su obra, una conversión dramática del espacio subjetivo; sacar oídos de las palabras, hacerlos sangrar como hematomas −contenida y desgarradamente−.

En los días de Julien Donkey-Boy fue ese mismo espacio el que sufrió un colapso nervioso, un repentino corte, el apoderamiento de sí por parte de una incomodidad enfermiza que lo mandó desde New York hacia Connecticut −intentando desprenderse de un malestar que crecía como musgo bajo el paladar y detrás de los brazos−. Dos elementos sintomáticos: la casa en la que buscó refugio quedaba en medio de un humedal de bosques y pantanos; ella se consumió por el fuego devastador, acabando con varias pinturas, un guión recién escrito y transformando en ruinas carbonizadas la posibilidad de protección. Como nueva posibilidad se presentó la casa de su abuela; una nueva edificación en llamas. Harmony habría conciliado el sueño con un cigarrillo encendido entre sus dedos.

Hay algo que resuena a una experiencia dispórica de la intelectualidad perseguida por los totalitarismos europeos del siglo XX. No es el caso, para que la experiencia de la devastación se entrelace con la obra no hace falta en absoluto la entrada galopante y majestuosa de la ensoñación burguesa en la historia. No se necesita una quema del Reichstag ni de un incendio de cuerpos en una apacible ciudad bávara, basta tan solo, una estancia en la cotidianeidad inmediata.

Con la imagen de dos casas incendiadas volviendo relampagueantes a la memoria, Harmony es incapaz de permanecer en un lugar, de ser encontrado en un lugar. Cuando alguien busca localizarlo, tras superar el helamiento inicial del pánico, vuelve a pedir el servicio de una agencia de mudanzas (aunque ningún aparataje demasiado sofisticado es preciso, solo se trata de trasladar una colección de discos, libros y unos tantos miles páginas que buscaban orden). Las casas, sin que ellas ardan, siguen incendiándose. Como en la fantasía nazi, es necesario quemar toda obra para volver a conquistar la protección inmaculada. Ardieron obras, relaciones y un considerable espacio biográfico.

Es imposible no restituir el nexo místico cuando, a pesar de que el pasar se hace cada vez más sombríamente espeso, no se encuentra la muerte. Ahí hay dos alternativas: o se halla conformidad en la supervivencia, y se toman los debidos fármacos con el afán de resistir hasta que el cuerpo logra ser conquistado por el sueño durante algunas horas para, luego al despertar, ser testigo de la caída imaginaria, pero inevitable, de los dientes y su contención en la boca, la perdida del olfato y el tacto; o se da un paso hacia un lugar no plenamente constituido aún, un lugar donde probablemente no hay más salida que actuar con una secreta arrogancia −sin talvez arrogarnos nada más que una fuerza que no se encuentra por ningún lugar−. Entre estos caminos, Harmony intentó con metadona (en un hospital de Estados Unidos).

La metadona, que si bien es una droga de origen alemán, adquiere ciudadanía estadounidense en un notorio revestimiento que la concilia con los terapeutas y las industrias farmacéuticas. La droga indeseada es territorializada en grageas, emulsionantes, ampolletas. Él la recibió intramuscularmente, 36 horas de ocupación de sus mu y kapa durante una cantidad indefinida de días. Ella no es sino uno de los muchos instrumentos de la falsificación, no hay calma sino una promesa incumplida que se experimenta desde una inmensa lejanía. Es una sustitución expropiadora de las ensoñaciones estéticas del opio y la heroína que conserva el hábito pero lo limpia de su aura desautorizada. Debió dejarla también, no es posible establecer un vis-a-vis con la obra en medio de esa relación extrañada con lo sensible. Para él no se trataba de imaginar emociones sino de incorporarlas a su propia experiencia, como un acontecimiento que solo puede tener lugar con cita de la obra en la cual Korine no haría más que el papel de un cuerpo mudo. El papel de aquel que supo cómo hacer grandes filmes pero −tal como confesó− para el cual la atadura de sus zapatos implicaba la captura del álgebra de una orgía de serpientes. Tal como en sus filmes, se trataba de la experiencia cotidiana sometida a la devastación.

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