jueves, noviembre 30, 2006

VII




Dos, tres. Buscábamos el vector que hiciera de la noche un manto húmedo, por donde un calor sardónico pudiera colarse −en una alteración del curso crepuscular donde ninguno sabe jamás qué hacer para deshacerse de una inercia cargada de imágenes vacuas−. Fuimos por las coincidencias, alquilamos tres posibilidades. Salir, recibir las sustancias que se dejarían caer −a pesar de nosotros− o mirarnos hasta ensoberbecer la mirada vertiéndola en vapores. La mirada, su dirección e intencionalidad, dice todo ya de lo mirado −enmudecido, moviéndose− es un movimiento asesino −pero sin quién−.

En principio, no resultó. Cuatro, cinco. ¿Cómo fue que pudimos darnos cuenta de los registros que guardaban una irrepetibilidad? Espeluzna un ojo inmóvil que arroja breves, pero eficientes, metales con inscripciones de nuestros propios movimientos. Y ahí va la posibilidad de arrojarnos a la escena salvaje, llegada de un paso rápido que no advertimos entre tantas palabras que cruzamos. No recordarías palabra alguna, sería porque no hablábamos de nada sino de hablar. Nuestras memorias eran el mercurio que escurría tras el fantasma de los hechos, no poder ubicar nada… porque todo no se sujetó jamás. Nudos de los hechos, espesor sin lugar. Esperamos que llegaran, en el lugar equivocado −pensé−. Los hicimos llegar.

Pareció que la regresividad venía a nosotros −volver a repetir cada gesto−. La salida era volver, continuar con lo pendiente −abrazar la fantasmagoría de una juventud contraída, como donada por la majestuosidad de una ciudad que siempre quisimos amar, aún no pudiendo−. Ser cómplices de un tiempo, desprender y desprender cuando las marcas discurren y los fluidos aumentan por los bordes inesperados de los relieves alterados. Mortificar el momento seis y siete.