jueves, diciembre 21, 2006

santamarx


Como regalo navideño pueden descargar un pack de textos. Me gustaría regalarlos en papel, pero no tengo dinero para eso. Lo bueno es que corresponden a digitalizaciones exactas de ediciones editoriales existentes (por lo que son de fiar, no como esos .pdf's dudosos que circulan por todas partes y tambien pueden ser citados sin tener que recurrir a la rotería de referenciar una página web, etc.). El "pack" no tiene gran criterio, muchos textos tienen poco o nada que ver entre sí. No obstante ello, cada uno de ellos -de distintas maneras- contiene un potente índice de crítica contemporánea.

Para Bajar: click acá

Rorty, Richard - La justicia como lealtad ampliada
Jameson, Fredric - Ensayos sobre el posmodernismo
Kripke, Saul - Esbozo de una teoria de la verdad
Kristeva, Julia - Al comienzo era el amor
Lacan, Jacques - Psicoanalisis, Radiofonia & Television
Marx, Karl - Escorpion y Felix
Davidson, Donald - Estructura y contenido de la verdad
Deleuze, Gilles - Critica y clinica
Deleuze, Gilles - Presentacion de Sacher-Masoch
Enzensberger, Hans Magnus - Las aporias de la vanguardia
Foucault, Michel - Yo, Pierre Riviere...
Habermas, Jurgen - Ciencia y tecnica como ideologia
Arendt, Hannah - Que es la politica
Bataille, Georges - Historia del ojo
Blanchot, Maurice - La ausencia del libro
Cioran, E. M. - Del inconveniente de haber nacido
Cioran, E. M. - Ejercicios de admiracion y otros textos
Cioran, E. M. - La caida en el tiempo

lunes, diciembre 18, 2006

Harmony Korine

“me di cuenta que mi cine era bueno cuando comencé a tenerle miedo”

Su vida tiene el hálito de sus filmes, la producción de esos ritmos no es suficiente. Hay una fuerza que golpea su propia experiencia cotidiana como si ella fuera una extensión proyectiva del espacio fílmico. Por eso Korine entra y sale de la creación, está en constante espera de la restitución del vaho de autenticidad que pueda reconectarlo con la capacidad de producir un relato. Cuando él entra en escena es porque algo de su vida ha sido expropiado en y por la experiencia fílmica. Hay un gesto nietzscheano en su obra, una conversión dramática del espacio subjetivo; sacar oídos de las palabras, hacerlos sangrar como hematomas −contenida y desgarradamente−.

En los días de Julien Donkey-Boy fue ese mismo espacio el que sufrió un colapso nervioso, un repentino corte, el apoderamiento de sí por parte de una incomodidad enfermiza que lo mandó desde New York hacia Connecticut −intentando desprenderse de un malestar que crecía como musgo bajo el paladar y detrás de los brazos−. Dos elementos sintomáticos: la casa en la que buscó refugio quedaba en medio de un humedal de bosques y pantanos; ella se consumió por el fuego devastador, acabando con varias pinturas, un guión recién escrito y transformando en ruinas carbonizadas la posibilidad de protección. Como nueva posibilidad se presentó la casa de su abuela; una nueva edificación en llamas. Harmony habría conciliado el sueño con un cigarrillo encendido entre sus dedos.

Hay algo que resuena a una experiencia dispórica de la intelectualidad perseguida por los totalitarismos europeos del siglo XX. No es el caso, para que la experiencia de la devastación se entrelace con la obra no hace falta en absoluto la entrada galopante y majestuosa de la ensoñación burguesa en la historia. No se necesita una quema del Reichstag ni de un incendio de cuerpos en una apacible ciudad bávara, basta tan solo, una estancia en la cotidianeidad inmediata.

Con la imagen de dos casas incendiadas volviendo relampagueantes a la memoria, Harmony es incapaz de permanecer en un lugar, de ser encontrado en un lugar. Cuando alguien busca localizarlo, tras superar el helamiento inicial del pánico, vuelve a pedir el servicio de una agencia de mudanzas (aunque ningún aparataje demasiado sofisticado es preciso, solo se trata de trasladar una colección de discos, libros y unos tantos miles páginas que buscaban orden). Las casas, sin que ellas ardan, siguen incendiándose. Como en la fantasía nazi, es necesario quemar toda obra para volver a conquistar la protección inmaculada. Ardieron obras, relaciones y un considerable espacio biográfico.

Es imposible no restituir el nexo místico cuando, a pesar de que el pasar se hace cada vez más sombríamente espeso, no se encuentra la muerte. Ahí hay dos alternativas: o se halla conformidad en la supervivencia, y se toman los debidos fármacos con el afán de resistir hasta que el cuerpo logra ser conquistado por el sueño durante algunas horas para, luego al despertar, ser testigo de la caída imaginaria, pero inevitable, de los dientes y su contención en la boca, la perdida del olfato y el tacto; o se da un paso hacia un lugar no plenamente constituido aún, un lugar donde probablemente no hay más salida que actuar con una secreta arrogancia −sin talvez arrogarnos nada más que una fuerza que no se encuentra por ningún lugar−. Entre estos caminos, Harmony intentó con metadona (en un hospital de Estados Unidos).

La metadona, que si bien es una droga de origen alemán, adquiere ciudadanía estadounidense en un notorio revestimiento que la concilia con los terapeutas y las industrias farmacéuticas. La droga indeseada es territorializada en grageas, emulsionantes, ampolletas. Él la recibió intramuscularmente, 36 horas de ocupación de sus mu y kapa durante una cantidad indefinida de días. Ella no es sino uno de los muchos instrumentos de la falsificación, no hay calma sino una promesa incumplida que se experimenta desde una inmensa lejanía. Es una sustitución expropiadora de las ensoñaciones estéticas del opio y la heroína que conserva el hábito pero lo limpia de su aura desautorizada. Debió dejarla también, no es posible establecer un vis-a-vis con la obra en medio de esa relación extrañada con lo sensible. Para él no se trataba de imaginar emociones sino de incorporarlas a su propia experiencia, como un acontecimiento que solo puede tener lugar con cita de la obra en la cual Korine no haría más que el papel de un cuerpo mudo. El papel de aquel que supo cómo hacer grandes filmes pero −tal como confesó− para el cual la atadura de sus zapatos implicaba la captura del álgebra de una orgía de serpientes. Tal como en sus filmes, se trataba de la experiencia cotidiana sometida a la devastación.

Simone

Hay quienes compulsivamente tienden a la elucidación de pequeñas interrogantes −el signo de la verdad sobre ellas no altera en nada sus vidas, pero ellos continúan queriendo saber−. Así, con una obstinada fe, hay individuos que han buscado la gravedad y la gracia en mis escrituras. Para ellos, esta colección es, entonces, algo más grave que un fraude. Sin embargo, el título de esta reunión de trozos escriturales no proviene de una expropiación de esas dos energías fundamentales −mucho menos de su arrogación en el hipotético sujeto de esas escrituras−. El título se monta sobre el afán de un muy diminuto homenaje a una obra, ciertamente olvidada, de una filósofa que con su escritura y su propia gracia −ese dar a pesar de sí− alteró, en más de un sentido, el curso de mis intereses, afectos e inquietudes (no solo filosóficas). Ella es Simone Weil (París, 3 de febrero de 1909 - Ashford, 24 de Agosto de 1943).


martes, diciembre 05, 2006

LA LITERATURA Y LA VIDA* (por Gilles Deleuze)

*En Deleuze, Gilles. Crítica y Clínica. Anagrama, Barcelona, 1993. Pp. 12-19



Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de unamujer, de unanimal o de unamolécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. 1 El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la(«el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad. 2 De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. 3 La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.

Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. 4 Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». 5 Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a unniño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pagado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot). 6 Indudablemente, los personajes literarios están perfecta-mente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, veel oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.

No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. 7 De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.

La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». 8 Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor. 9 Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).

Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un deve-nir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...» 10 Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas.

Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.

Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.

1 Vid. André Dhôtel, Terres, de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La Chronique fabuleuse, pag. 225).

2 Le Clézio, Haï, Flammarion, pág. 5. En su primera novela, Le proces–verbal, Ed. Folio– Gallimard, Le Clézio presentaba de forma casi ejemplar un personaje en un devenir–mujer, luego en un devenir–rata, y luego en un devenir–imperceptible en el que acaba desvaneciéndose.

3 Vid. J.–C. Bailly, La légende dispersée, anthologie du romantisme allemand, 10–18, pag. 38.

4 Marthe Robert, Roman des origines et origines du roman, Grasset (Novela de los orígenes y orígenes de la novela, Taurus).

5 Lawrence, Lettres choisies. Pión, II, pág. 237.

6 Blanchot, La part du feu, Gallimard, págs. 29–30, y L'entretien infini, págs. 563–564: «Algo ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse más que privándose de su poder de decir Yo.» La literatura, en este caso, parece desmentir la concepción lingüística, que asienta en las partículas conectivas, y particularmente en las dos primeras personas, la condición misma de la enunciación.

7 Sobre la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen de ella o que sólo cuentan con una salud muy frágil, vid. Michaux, posfacio a «Mis propiedades», en La nuit remue, Gallimard. Y Le Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, sino sólo medicina.»

8 André Bay, prefacio a Thomas Wolfe, De la mort au matin. Stock.

9 Vid. las reflexiones de Kafka sobre las literaturas llamadas menores, Journal, Livre de poche, págs. 179–182 (Diarios. Lumen, 1991); y las de Melville sobre la literatura norteamericana, D'oü viens–tu, Hawthorne?, Gallimard, págs. 237–240.

10 Vid. Andró Dhôtel, Terres de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La Chronique fabuleuse, pág. 225).